Con todo, si me preguntaran qué fue lo que más profunda huella dejó en mí de aquel congreso, respondería que el viaje de vuelta desde Mendoza hasta Buenos Aires: dieciséis horas de viaje en un tren de lujo que recorrió velozmente y a través de un paisaje completamente solitario un trayecto rectilíneo con sólo cinco breves paradas. Cuando el sol vespertino se iba poniendo sobre la pampa y durante unos breves momentos sus últimos rayos cubrían el cielo con un intenso juego de colores hasta que el crepúsculo súbitamente lo envolvió todo en el manto de la noche, la conciencia pensante se veía de pronto angustiante e imperativamente confrontada consigo misma. ¿Somos verdaderamente tal como nos hemos presentado en nuestras exposiciones y exámenes en las discusiones filosóficas de los días precedentes? ¿Qué somos, en último término, enfrentados a la prepotencia inmensa y despiadada de la naturaleza? La infinita extensión de aquella tierra que nuestro tren cruzaba rápidamente se nos mostraba como una realidad sin duda superior. Era suficiente con figurarse que uno de los viajeros fuera abandonado inadvertidamente después de apearse en una parada causal en campo abierto. Solo, nunca hubiera podido alcanzar de nuevo los lindes de una morada humana. Es posible que el pensamiento moderno esté en lo cierto cuando nos enseña que el hombre no es otra cosa que sus posibilidades. Pero, ¿qué son éstas?